La distopía como única realidad

Jonathan Lethem. Chronic City. (Literatura Mondadori 2011)

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Hablar de Jonathan Lethem es hablar de la gran literatura norteamericana de los años noventa, contemporáneo de Rick Moody, Donald Antrim, Chuck Palahniuk, Dave Eggers, el gran Foster Wallace, George Saunders, Eugenides, Zadie Smith, en fin, la lista de autores es larga y lo suficientemente ecléctica para esbozar siquiera una relación de temporalidad generacional.

De todos, sin embargo, debo admitir que posiblemente Lethem es, junto a David Foster Wallace, el autor que más me gusta, y el que más disfruté. Su capacidad narrativa es impresionante, y el estilo de su prosa inabarcable; Lethem se mueve en registros muy disímiles y todos le quedan cómodos. Me parece que podría guardar cierta relación con Saunders, el autor de aquél magistral libro de relatos titulado,  Civilwarland in bad decline, pero dicha relación es solo causal, ambos tienen su mayor influencia en el maestro de todos ellos, Philip Dick, en el sentido clásico de encontrar el terreno de la ciencia ficción para ubicar la fantasmagoría de sus novelas. Hay un agón en Lethem por demás visible, -y probablemente la misma visibilidad se observa en la mayor parte de los autores de la lista mencionada más arriba-, el de Thomas Pynchon. Creo que la mayoría de los autores norteamericanos de los setenta para acá han sufrido la angustia del creador de Viñas de la Ira en uno u otro momento. Don Delillo tal vez fue el primero en Ruido de Fondo y después con la seminal Submundo, luego vinieron los hermanos pynchonitas (la palabra es de Fresán) menores: Saunders, el primer Franzen de Ciudad Veintisiete, Antrim en El Verificador y ni hablar de David Foster Wallace sobre todo en La Broma Infinita. Pero Lethem no es tan pirotécnico como el autor de Mason and Dixon o El arco iris de la gravedad, afortunadamente para nosotros su genio excede al de su figura paterna, su proceso de ficción es el mismo que los que conforman gran parte de sus contemporáneos: la nostalgia como figura retórica, lo nostalgioso como centro fecundo donde la exigencia que adquiere el sujeto en dar el paso de la jovialidad a la adultez se transforma en un proceso de angustia. Entonces esa angustia es un vacío, una ausencia en la que el derrotero de escritura intenta llenar y recobrar una pérdida, inútilmente claro está. De ahí que el resultado de ese proceso vacuo sea la ficción llevada al terreno de la exageración, en este impulso por llevar más allá cierto realismo dentro de sus novelas es donde se oyen los ecos de Dick o Pynchon: donde la más acertada realidad posible no llega creamos más ficción: el anillo que hace desaparecer al personaje para entrar a la cárcel y rescatar a su amigo de adolescencia en La Fortaleza de la Soledad, el tigre mecánico que azota a Manhatan en Chronic city, y también en ésta la inmensa bruma que cubre la ciudad.

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Pero hablar de géneros en Jonathan Lethem, también afortunadamente para nosotros, es circunscribir su literatura, delimitarla, y hasta introducirla en un callejón sin salida.

El elemento fantástico en Chronic City funciona de la misma manera que en las anteriores novelas y como en la mayor parte de la narrativa entroncada con el género en las últimas décadas, esto es: desliza lo  argumental hacia lo connotativo, lo reconfigura, lo recicla, y lo devuelve una y otra vez nuevo. Pero esto funciona así sólo si hay argumento, y por desgracia para los buscadores de este tipo de lectura, NO lo hay. Como tampoco la hay en Freedom de Franzen, la vieja categría barthesiana de escritor decimonónico y del siglo veinte oscila aquí en forma pendular sin punto que lo retenga.

Lo de Chronic City es otra cosa, es decir, se cuenta, hay una historia no convencional, pero la clave de dicha historia entendida como mímesis se encuentra en el término Chronic precisamente.

En efecto, lo «crónico» es una especie de dolencia que ampara a los personajes, los modula a su forma y en su tiempo. Chase, un actor venido a menos que gozó de cierta gloria en su tiempo, ahora sólo es conocido por su relación de amor con Janice, una astronauta atrapada en una estación espacial que le envía cartas de amor revelándole detalles mínimos de la estadía en la cápsula junto a los otros tripulantes. Pero esta relación comienza a mostrar sus grietas cuando conoce a Perkus, un ermitaño adorado por su arte callejero de vanguardia. Entonces Chase necesita de Perkus y Perkus necesita de Chase, hay una relación enfermiza porque uno piensa que va a salvar al otro de la enfermedad de cada uno. La dolencia crónica de Chase es la falta de amor por Janice, inventada prácticamente por los medios periodísticos que se encargan de cubrir la situación día a día. Para Chase, totalmente fuera de dicha ubicuidad, existe ahora la posibilidad de redimir la experiencia pasada de Janice en Perkus. Por otro lado Perkus está obsesionado con la compra de calderos por internet, piensa que funcionan como una especie de tótem mesiánico. Chase y Perkus se obsesionan y aceleran la realidad, la de salvar al otro negando toda posibilidad de sí mismo, y esa misma negación constituye el vacío en el presente, su principio y su apocalipsis de todos los hechos.

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Hay, en la novela, una relación distópica entre los personajes y el fondo que los rodea, y de esto precisamente trata su lectura. Digo fondo y no contexto para referirme al fondo cultural en un sesgo netamente hermenéutico. El fondo cultural tanto de Chase como de Perkus, los dos personajes que guían mayormente la novela, habitan una realidad que no desean, esto resulta una paradoja a la vez que un anacronismo. La experiencia paradojal es la distopía en la que ambos personajes intentan llevar una realidad ficticia en la que todo se lleva a fines apocalípticos, pero en un tiempo que resulta más allá o más acá de lo acaecido. Donde el amor, la necesidad de la mujer o el hombre en el sentido puro de Unión de dos sexos con determinados fines no llegan, (Chase en la tierra y Janice orbitando imposibilitada de bajar), donde el pasado como artista callejero de vanguardia de Perkus adviene un presente vacío e incontenible (la nostalgia), se crea para ambos  la obsesión mesiánica de comprar ciertos calderos por internet que prometen la ilusión de salvación. Una ilusión ficticia, puesto que lo distópico es precisamente las obsesiones de los dos por la búsqueda de un final, y ese final no es otra cosa que el deseo inconsciente de poner fin a toda angustia. Toda la búsqueda de Jonathan Lethem es un proceso de escritura apocalíptica. La misma amante de Chase, Oona Laszlo, escritora por encargo, lleva a Chase a ver una obra de un artista que no es otra cosa que un pozo sin fin en un barrio marginal de New York, un pozo donde mucha gente se suicida. Si, como apunta Bourriaud, la pregunta de hoy nos somete siempre a un solo interrogante: ¿De dónde proviene la noción de interactuar que atraviesa nuestra época? en este fondo artístico de la novela lo relacional tendría asidero en lo ilusorio, en el deseo de poner fin, al arte, a la noción de historia como argumento (algo que Lethem maneja de forma soberbia), y hasta a lo presente en el sentido estricto de continuidad como forma en la que el sujeto se conoce a sí mismo como otro, como diría Ricoeur, en su perfomance más animálica al implicar el sufrimiento de sí.

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En la novela no se redime nada, la categoría de adultez de los personajes resiste una temporalidad en la que toda afectividad es negativa. Como así también todo intento de salir adelante es una permanente Distentio, un presente discontinuo en el que prácticamente no existe en ningún personaje una instrucción, una operación de cognitividad que les permita retornar a sus fondos naturales. Obedecer a causas fantasmagóricas en reposo acaso sea su mayor ambiguedad, proseguir en un presente eternamente especulativo probablemente sea la mejor prueba de que el sentido de lo argumental (incluido la noción de argumento de los noventa) en las novelas de Lethem funciona como una metáfora inabarcable.

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La soledad del lector, de David Markson

Picasso hizo posar a Gertrude Stein más de ochenta veces para retratarla.

Durante más de setenta años Pablo Casals empezó el día tocando Bach.

He venido a este lugar porque no tenía ninguna clase de vida.

Yo, ¿y el Lector?

Una novela en la que los personajes son: el lector, el autor  y el protagonista, pero…

También Markson es los tres al mismo tiempo, una novela con todas las características posmodernas, similar en cierto sentido al Rey pálido, de Davis Foster Wallace o, en otro contexto también a La broma infinita. Novela de novelas, y con una magnífica traducción de la poeta Laura Wittner, La soledad del lector es una especie de bucle tubular, lugar donde convergen todos los argumentos. ¿Hay argumentos en esta novela? Por supuesto, si entendemos por ello una larga serie de pequeños acontecimientos discontinuos que se van sucediendo de principio a fin. No coincido con Javier Avilés (blog Mal de Portnoy del que soy lector) en cuanto a que sea una novela» indirecta» en el sentido de que no trata de unos hechos: los hechos son precisamente la apertura posible de tramas que van abriéndose como posibilidades de una narración, esas son las cosas que pasan en La soledad del lector: un espectro de posibilidades.

El lector de Markson, como el mismo Markson en tanto autor, encuentra dicha soledad en la historia de la literatura, entendida ésta no tanto como conjunto de hechos objetivos a lo largo de los siglos, sino más bien como conjunto de hechos ficcionales y reales (si tal cosa existe aquí) aislados entre sí, indiferentes, inaplicables, simplemente citados en forma conjunta por la necesidad de alinearlos en una misma estructura diacrónica. Aquí el concepto de personaje se funde con el de autor: se cita fragmentariamente simples acontecimientos aislados de la vida real de Chopin, Freud, Beckett, Ovidio, Kant, a la par de personajes salidos de la ficción como Raskolnikov, Bloom, el capitán Kurtz, o Dulcinea del Toboso, todos dentro de un “bucle anómalo” como dijera hace poco Margara Avervach a propósito de El rey pálido de Wallace.

Entonces la lectura de La soledad del Lector, es la lectura del sujeto que excede los ámbitos epistemológicos, es el intento de comprensión de lo sensible y lo inteligible en una misma faz y un mismo objeto: esta novela; el lector, el protagonista y el autor no leen ni protagonizan ni escriben de forma convencional.

Camille Claudel pasó los últimos treinta años de su vida en un manicomio.

Alguien va a llamar, seguramente alguien va a llamar.

Puede que la de Aristóteles haya sido la biblioteca puramente privada.

Novela de citas aparentemente inconexas, se necesita de un lector no ingenuo, no creo que alguien disfrute de su lectura sin un camino determinado, y digo determinado como quien dice marcado, por características epocales, estas épocas. Debe existir un lector que atrape, en cada cita o conjunto de citas que constituyen la novela, el asíndeton que corta el lenguaje, nunca lo anecdótico, que más bien retenga la visión de una superposición (el bucle) de los niveles de significancia, una especie de tmesis producida por un placer distinto o displacer, la típica ruptura barthesiana libre de la temporalidad de la lectura, aun si esa lectura es pormodernista.

Markson es un gran novelista y nos muestra que la idea de artista nunca pasó solamente por lo novedoso, en nuestro país lo acostumbramos mucho, y adoptamos como una postura lo novedoso como único valor carente de profundidad, y así pasan los Aira y sus precursores y tantos otros dentro de lo que podría llamarse, parafraseando a Markson, la soledad de la postura.