“No voy a hablar contra la nación; en mi lugar les traigo a unos antipatriotas…el viejo dandy colombiano de La virgen de los sicarios o de cualquier otra novela de Fernando Vallejo, un pedante sin nombre que se dice gramático, que vuelve al Medellín de su infancia “en busca del tiempo perdido” y se encuentra con que sus adolescentes de ojos verdes son ahora sicarios y se matan entre sí.” (Josefina Ludmer, Aquí América Latina, pág. 157, Buenos Aires 2010)
“Desde que la desacralización más espectacular, la muerte de Dios, fue anunciada por el loco de Nietzche, ese estado negativo puede ser más sagrado que lo sagrado”. La negación sería un plus sagrado cuya fuerza yacería en el modo de revelación que, como el desenmascarar, equivale a un descubrir transgresivo de algo secretamente familiar. (Michael Taussig, citado por Josefina Ludmer, Aquí América Latina, pág. 171)
Hacia principios del siglo XX, Walter Benjamin, intentaba en sus Tesis Sobre la Filosofía de la Historia, inaugurar un proyecto de escritura cuyo principal objetivo lindaba con el hallazgo de una crítica hacia la razón ilustrada, proyecto que, luego de su muerte tras la huída de su país para no caer en manos del régimen nazi, hubiera sido truncado de no haber guardado los papeles en un maletín y ser descubierto tiempo después. Dicha crítica guardaba relación con el abuso que la Ilustración –de quien Benjamin fue hijo dilecto- había realizado de la razón durante años dejando de lado un elemento del que se nutría sin darse cuenta: la teología; y que esta teología tan desgastada fue convirtiéndose con el correr del tiempo en una enana vieja y fea, tal como la describe en la Tesis I. Dicho planteo, por demás profundo y controvertido, pasó inadvertido en su momento para la mayor parte del mundo, Benjamin no era conocido como ahora por ese entonces; pero su escritura le sirvió al filósofo para darse cuenta de que el progreso tal como se venía realizando, es decir, abusando del ejercicio frío de la razón, degeneraría en consecuencias gravísimas para la humanidad.
Ese malestar del alemán, acaso fue el primer –o más significativo- planteo de un nuevo síndrome del barroco en medio de la cultura moderna. Un síndrome que, antes que remover una hipótesis universal, echaba raíces en lo plural, en la diversidad de síntomas que encerraban señales que remitían a muchas causas; por entonces, como bien dijera Benito Pelegrín (1983), el barroco advenía un refugio de lo singular frente a la visión totalizadora de la Ilustración que tenía sus principios en el concepto de barroco mismo emanado de las monarquías y de la Contrarreforma. Por lo tanto exigía ahora una inversión de perspectiva, a saber, lo irracional, la disidencia, elementos que devienen subversivos.
Dentro de ese sesgo de pluralidad disidente se inserta décadas después la narrativa de Fernando Vallejo, instalándose dentro de una especie de encrucijada con una escritura que oscila y observa tras las consecuencias del capitalismo avanzado de la era postindustrial prefigurado por Benjamin. El escritor colombiano adopta un derrotero que asimila nuevas formas estéticas, reconociéndolas, pero también atravesándolas con una clara intención transgresora en un proyecto de escritura único. Comienza a publicar en la década del ochenta, y desde ahí se ha convertido en un referente de la palabra latinoamericana; también hijo dilecto de su tiempo, ha transformado su obra en una impronta disidente, revolucionaria, Vallejo arremete con todo y todos, y al igual que Benjamin, no tuvo ni tiene conciencia de una verdad absoluta, solo posee a ciencia cierta un puñado de certezas de las que derivan las otras y con la que construye sus novelas que adoptan más una dialéctica de la negación que una filosofía de lo verdadero. Allí es donde Vallejo se ha ido convirtiendo en un escritor de alto reconocimiento; su obra, traducida en todo el mundo, es un compendio de frases que atentan contra las verdades absolutas más que promulgarlas, su deriva es la de un destructor más que la de un arquitecto, donde, en esa misma destrucción, no busca ninguna explicación ni refugio dentro de la literatura ni en ninguna filosofía, sino que actúa como un receptáculo del pesimismo, la contradicción, la ironía, elementos que asimila y transforma en su proceder de escritor en una auténtica metáfora de la negación.
Hay, en Vallejo, una suerte de bifurcación, un derrotero que se divide allí donde parece que fueran a unirse; por un lado, el recorrido del lenguaje, la experiencia de nombrar, una experiencia connotativa que une el nombre con las cosas bajo el choque de la negación; y por otro lado, un camino que no conduce a sitio alguno, o más bien, al camino de la desesperanza o la negatividad. Este es un terreno que no se debe perder de vista, la dimensión realista del fracaso que prospera en la novela latinoamericana de los 80s y 90s. El protagonista de todas las novelas del escritor colombiano es el que dice todo el tiempo Yo, y a su vez asume todas las características del sujeto benjaminiano: el lumpen, el típico sujeto moderno que camina sobre lo destruido, sobre la experiencia luminosa del pasado, territorio que eligen los dos escritores y espacio que alberga en su interior símbolos que significan mucho más de lo que aparentan; y, ante todo, un lugar en el que ese Yo en tanto sujeto moderno que señala la dimensión del mal, es un proyecto a construirse.