Notas para una descentralización barroca, la tendencia benjaminiana y el factor pobreza: sobre Benjamin y Vallejo parte III

I

vallejo-793901La narrativa del colombiano Fernando Vallejo también surge transgrediendo las convenciones narrativas como producto de una sensibilidad, el “camp”, que la vincula estrechamente con la homosexualidad. Este camp, pretende denunciar el carácter biológicamente indeterminado y socialmente construido de la sexualidad. En tanto es expresión, utiliza recursos como la ironía, el esteticismo y la exageración humorística, los contrastes entre masculinidad y femineidad, ancianidad y juventud, miseria y lujo, la parodia de géneros y convenciones literarias, y, por tanto, la exhibición del artificio literario, lo que genera cierto efecto barroco ya observado por autores como Arno y Spiller. Vallejo declara que ya no lee más ninguna novela, todas sus novelas son claros ejemplos de esta destrucción de las convenciones narrativas, no solamente la elección de la primera persona para la totalidad de su obra, sino en la capacidad de adentrarse en el epicentro de las cosas y comenzar a narrar a partir de allí: ese lugar de crisis del Yo en el que el barroco se pliega a modo de problematización del sujeto y mantiene constante una tensión que trasciende todo metarrelato histórico; ese espacio de crisis, ese epicentro tanto en El Desbarrancadero, La Virgen de los Sicarios, La Rambla Paralela o en ese monumento al Yo que son las cinco novelas que componen El Río del tiempo, existe un narrador que gira y contextualiza los personajes siguiendo esta norma de romper con los moldes convencionales.

II

Todas las historias, como profesa Ricoeur, son relatos que se identifican con el autor en tanto identidad narrativa más que como autobiografía, una persona no puede nunca aprehender su propia historia tal como sucedió sino como puede recordarla, este es un sesgo hermenéutico importante ya que nos lleva a pensar que el autor no es el protagonista de todos los hechos de sus novelas -aunque probablemente sí de muchos de ellos-, sino más bien, marca un territorio en el que la referencialidad es la señal por la que su escritura va construyendo ese yo narrativo con el que se identifica, un derrotero que lo posiciona ante y en el mundo, y un manera también de construir su propia subjetividad .

Los dos eligen el texto como propiedad hermenéutica, en el caso de Walter Benjamin, vislumbró hacia principios de siglo el objeto texto como particularidad para comprender el mundo, un microcosmos en el que el pasado y el futuro se superponían en un presente que por esa misma superposición se vuelve caótico. En efecto, el alemán promulga la participación activa del sujeto en el trabajo de interpretación, teniendo en cuenta que, en ambos casos, es decir tanto el texto como la realidad se mueven, tienen vida, porque el pasado se mueve dentro de la memoria, el texto sirve para comprenderlo en un instante de peligro, como cita en una de sus tesis de filosofía de la historia.

En Vallejo, la autorreflexividad que cita Carmen Bustillo funciona como síntoma dentro de sus escritos, como una unidad sintomática que corrompe, la escritura misma corroe el interior del novelista, los intersticios de los significados provocan un ultraje semántico en el que es necesario desplazarse en primera persona

en este negocio el que no es poeta o novelista de tercera persona se quedó colgado del trapecio en el aire fuera del circo. Qué más da. ¡Cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que están pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno mismo con esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el prójimo! ¡Al diablo con la omnisciencia y la novela!  Yo creo en quien dice humildemente yo y los demás son cuentos

La novela se torna un lugar doloroso, equivocado, el mundo narrativo es un espacio en el que su autor, como diría Ricoeur, compone una trama con el objeto vano de ordenar un caos, de encontrar una distensión allí donde más se tensan los componentes en permanente estado de disidencia; su perpetua reflexión es tanto interna como externa en una especie de relación paradojal, a saber: la novela resulta una ordenación de un caos porque la vida es un caos, pero también porque la experiencia interior es caótica. La novela así, el espacio de la enunciación, es lo que resulta de la experiencia interna del sujeto, una experiencia que no roza la tendencia en tanto inclinación de parte del escritor de rechazar o negar para superponer sus propios argumentos, sino para dar por sentado la singularidad de su crítica.

III

WalterBenjamin04Esta tendencia del autor como productor de un texto que adviene en Vallejo bajo una forma inquietante, disidente, sumida en la perspectiva barroca que lleva en la autorreflexión interna de un sujeto histórico el espectro de una tendencia particular de novela más que un propósito de tendencia política, fue la que llevó a Benjamin a formular sus primeros bosquejos acerca de cual debe ser el sujeto histórico que se debe elegir como modelo. La tendencia, escribe hacia principios de siglo, es un instrumento completamente inadecuado para la crítica literaria política, solo se torna valedera cuando esa tendencia incluye solamente la idea de una tendencia literaria.

¿Cuál es el significado que encierran estas líneas en el pensador alemán? ¿Qué implica el concepto de tendencia y su valor como correlato dentro de una experiencia barroca que apunta a la idea de lo disidente en un marco secular? Benjamin cuestiona las relaciones sociales de los autores de principios de siglo al igual que el colombiano pone en vilo la importancia no solo de autores sino de la novela misma; aquellos que crecieron bajo el dominio del contexto ilustrado, preguntándose qué pasa con dicha obra respecto de las relaciones de productividad de su época; pero Benjamin, bastante alejado tiempo después de su coetáneo Marx, ya no le interesaría lo social en el mismo sentido que a éste, ya no se preguntaría –al igual que la crítica literaria de su época- qué pasa con la obra respecto de su medio de productividad, no mencionaría la palabra producción sino más bien, su interés lindaría con la obra y sus técnicas, es decir, preguntarse si ésta aspira a transformaciones de intervención activa. Benjamin planteaba una realidad diferente, la de un autor que reaccione contra lo que la historia tiene de constructora del sujeto, ahora la realidad en tanto capacidad de la historia para construirse moldea al hombre en una sociedad corroída en la superficie y en su interior. Del mismo modo que para Vallejo la historia levantada tras los escombros de la modernidad y su posterior transformación semántica (sobremodernidad, hipermodernidad) es la que fue deformando al hombre a su imagen y semejanza. Este deconstruir tiene asidero en la capacidad del protagonista de invertir lo que en apariencia es la realidad de y para los otros, una descentralización de la realidad, una facultad de ver el lado des-esperanzador que tiene la política, la pobreza y la iglesia católica. Vallejo elige para su literatura un personaje-lumpen que elige pensar ante cada una de las cosas, es alguien que mira y denuncia, levanta su voz aunque nadie lo escuche, abarca con su mirada gélida la causa de las cosas, sin analizarlas, pero también sus consecuencias, de ahí esta experiencia con cierta tendencia teleológica (entendida como finalismo) del escritor colombiano: posa su atención no tanto en el inicio en tanto causa fundante y originaria  (aunque lo conoce), o en el desarrollo fundacional posterior de cada una de las cosas que observa (aunque también lo conoce), sino más bien hace hincapié en lo que todas las consecuencias de esos rasgos fundantes tuvieron de devastadoras; casi un siglo atrás Benjamin prefiguró esas consecuencias, este tal vez sea el matiz más notorio de su filosofía de lo irreparable: el de leer estrictamente el caos instalado sin prácticamente mirar hacia atrás, excepto cuando lo requieran sus propias paradojas como observaremos adelante.

Esta forma de instalar su mirada a través de un aparente desorden interior, lleva al escritor latinoamericano a circunscribir su enunciación dentro de los límites de una descentralización que opera a favor de un barroco antagonista a la modernidad instaurada durante el siglo XX, empeñada en cuestionarle a la realidad su desempeño racional y descentralizar todo tipo de periferias; en estas periferias se instala para cuestionar la pobreza, un elemento que la novela del período de la ilustración tomaba como primordial junto a la burguesía para describir las tensiones entre clases. Para Benjamin, es el lumpen el sujeto ideal, no la pobreza que calla, ese sujeto es elegido como una suerte de Aleph borgeano que todo lo mira y observa aunque no siempre logre comprenderlo, poniendo su atención en las ruinas no solo de Alemania sino de los lugares por los que ha pisado: París, Capri, Berlín, son solo algunos de los focos sobre los que posa su mirada. Benjamin no elije la pobreza como clase social histórica como lo hace su coetáneo Marx, al alemán le interesa el ser humano que protesta, razona y dirige su discurso hacia la pequeña letra, es decir, aquellos intentos de proyectos que son destruidos. El escritor colombiano lo hace no solo con su tierra natal: Medellín, Sabaneta, Bogotá; también con España y México en La Rambla Paralela y Roma en El Desbarrancadero; su derrotero siempre es el lumpen, nunca un pobre, por el contrario, apunta y dispara sobre la pobreza refiriéndose con todo el desdén posible, ¿qué podía nacer de semejante esplendor humano?, una ironía profunda, un discurso ácido para una realidad que en su mayoría la literatura suele poner de relevancia e intentar su salvaguarda. En efecto, la mayor parte de los escritores –en muchos casos tal vez sea una postura, incluso una postura de izquierda- la pobreza es utilizada para salvación del ser humano y perfilar al que escribe como a un ser denunciante y moralizante de lo correcto. Para Vallejo, por el contrario, en su exceso verbal el pobre no tiene ningún sentido en la sociedad, es escarnio, deshecho, la única solución posible para el conjunto de pobres que en Colombia se denominan comunas es el paredón, como dice en la Virgen de los sicarios al referirse al tema; ni siquiera tiene piedad con los primeros campesinos que llegaron a Colombia, aquellos hombres que coadyuvaron al crecimiento de la nación tienen tanto derecho al paredón como los pobres de ahora, eran gente que traían del campo sus costumbres… robarle al vecino y matarse por chichiguas, Vallejo necesita acabar con una pobreza que contribuyó al daño que sufre su país con sus maldades, sus mezquindades y sobre todo con la cantidad de hijos que paren por año, como si uno de los efectos que emanan de estas relaciones de causas y consecuencias  fuera la proliferación de la población.

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Notas para una descentralización del barroco: sobre Vallejo y Benjamin parte 2

I

dos balas en contra del pensador, a pesar de todo

Hace apenas un año Ricardo Forster decía que Walter benjamin podía ser situado dentro de las voces de un filósofo, un poeta y un novelista. Esta aserción abunda en fundamentos verosímiles si tenemos en cuenta que el campo de las ideas que frecuenta el escritor alemán se vale de una pluralidad de géneros que invalida gran parte de lo conocido por los grandes pensadores. Por ese entonces el mundo aún estaba bajo la sombra de la frase “Dios ha muerto”, el fragmento que pronuncia el loco en el libro La Gaya Ciencia de Nietzsche. Una frase que encierra grandes significaciones, pero que sin duda expresa el advenimiento de un discurso cuasi apocalíptico que reúne toda la intensidad y la intención de la palabra teológico religiosa: el fin del mundo. Hay en Benjamin, un filósofo que plantea que algo radical le está sucediendo a nuestro tiempo, una subversión de los valores. Pero estos temas que inquietaban a Benjamin aun estaban aconteciendo; con el correr del tiempo, es decir, con el trazado de la modernidad hacia una postmodernidad hacia el final del siglo XX, esa experiencia secular se va a convertir en la proyección concreta de la frase nietzscheana, una época de la historia que puede ser concebida como el reemplazo de Dios por la de los hombres–sujetos de la historia.

Es Vallejo el que retoma esta idea de mundo, que desarrolla en su obra los efectos que de algún modo produjeron las preocupaciones en Benjamin, solo que más provocador y más desolador si eso es aún posible. Al igual que el alemán, también puede ser considerado un ensayista o un pensador más allá de sus novelas, basta revisar su obra para leer cruces de géneros a la manera de un Saramago, dentro del abismo de un quiebre histórico donde también es el fin de los grandes metarrelatos; entre ellos, y en el caso particular de Vallejo, por un lado el fin de la idea de Dios tal como lo conocemos en un sentido antropomórfico; por el otro un final de ese gran metarrelato que llamamos modernidad; en esa distancia es donde elige los caminos para reescribir una experiencia apocalíptica. Pero esa experiencia secular, es una experiencia barroca, inserta en su obra en el sentido de una constante metahistórica del espíritu humano que reencarna cíclicamente en circunstancias determinadas y con características determinantes.

II

vallejoFrancisco Ortega planteaba que los retornos del barroco, más que nuevas propuestas, contienen síntomas de problemáticas irresueltas o resueltas a medias. Estos síntomas, estas problemáticas resueltas por la mitad, inabarcables en su totalidad de sentido, adscriben a lo que de algún modo vienen a sostener Benjamin y el colombiano, el primero en un ámbito que linda con la visión prefiguradora de lo que podría pasar tal como se venían dando las cosas con el modernismo y su particular cosmovisión del progreso; el otro, con la decantación y posterior destrucción que ese modernismo erige varias décadas después. Es este núcleo radical el que mantiene a ambas escrituras fronterizas entre dos bordes que principian un siglo y finalizan otro. Hay aspectos de una problemática que Benjamin advierte en un tiempo y Vallejo denuncia en otro bajo la forma mutante de un barroco que en principio, toma forma en el centro del pensamiento del mismo Vallejo. Carmen Bustillo anotaba que en las últimas décadas el barroco ha  cedido y desbordado sus características tradicionales al espacio de la autorreflexividad, espacio que la cartografía narrativa de Vallejo va construyendo en sus novelas en forma de una negación dialéctica cuyo fuerte linda más con la destrucción de aquello que nombra que con el mero acto de nombrar, tan común en otras literaturas latinoamericanas como fue el caso de García Márquez o en algunos de los escritos de Rulfo. En el caso de García Márquez, la relación existente entre las palabras y las cosas consistía en la capacidad de poder nombrarlas por primera vez, Macondo ofició de claro ejemplo, una realidad en la que la magia del nombre y la posibilidad del hombre de otorgarle ese nombre, volvía reales todas las cosas creando así el llamado Realismo Mágico, tal vez una incapacidad de adosarle a lo real una solución tan poco lógica propia de occidente, como argumentó Saer alguna vez. En aquella nueva novela latinoamericana, a pesar de las rupturas que experimentaron autores como Vargas Llosa, Guimarães Rosa, Cortázar o el mismísimo Borges aunque años más atrás -aunque entre ellos abarquen un amplio espectro epocal-, hay un proyecto sólido en aspectos en los que el colombiano toma la decisión de rumbear por otros caminos; es decir, existe un proyecto borgeano, un proyecto García Márquez, y un proyecto Rulfo quien a su vez en ese proyecto meditó la forma de volver a escribir con la misma altura cualitativa de Pedro Páramo. Frente al orden borgeano, el desorden de lo informal en Vallejo. Frente al barroco estilístico cuidado y prolijo de Márquez, el desorden gramatical y la improvisación. Frente a la hipercorrección y la estructura temporal faulkneriana de un Onetti, la huída hacia el azar temporal, lo heterogéneo del autor de La Virgen de los Sicarios.

III

Si una de las características principales del barroco actual es la de lo disidente, los lenguajes transnacionales, las literaturas postautónomas en el orden de un Antonio Ungar o Castellanos Moya, así como también la noción de Lyotard de constante metahistórica que se va reciclando a lo largo de la historia, el uso de la primera persona, o una tercera omnisciente que sufre los embates del hombre moderno, indicaría cierta propensión en el caso de Vallejo a la crisis del sujeto moderno en la literatura que se viene escribiendo en, al menos las dos últimas décadas, pero que viene reciclándose a lo largo de varias décadas atrás en lo que resta de tiempo entre Benjamin y Fernando Vallejo. La mayoría de las últimas novelas del peruano Iván Thays “Un lugar llamado Oreja de perro” en la que un observador cronista viaja a un pueblo a observar su decadencia, o del mexicano Mario Bellatin “Salón de belleza” donde un sujeto protagonista y narrador asiste al deterioro de una peluquería en la que este mundo interior es un reflejo de ese otro exterior (donde se destaca la noción de camp gay), también en la de los mexicanos Daniel Sada “Casi nunca” y tal vez la más paradigmática escrita por Juan Villoro “El testigo”, en el que el personaje principal asiste –precisamente a modo de testigo- después de muchos años a un México desgarrado, en sus relaciones de amistad, en la poesía, la política, ni siquiera los habitantes son lo mismo, lo destruido abarca la totalidad de un espacio en que lo desértico linda con lo infernal.

En efecto, el Yo narrativo, la primera persona elegida por estos autores incluido Vallejo mismo, actúa las veces de sujeto que recorre lugares que otros han destruido: esos otros son siempre los mismos en todas las novelas de Vallejo: la clase política, los pobres, la religión católica, son tres de los elementos que operan como una suerte de estímulos para que el narrador vaya deconstruyendo todas las ruinas que encuentra a su paso como si fuera el lumpen benjaminiano. No es que en esta deconstrucción levante esos escombros del pasado para otorgarles un nombre nuevo u otorgarles una posibilidad de esperanza hacia el futuro, por el contrario, al igual que el sujeto histórico de Benjamin, Vallejo les otorga la perspectiva simple aunque aguda y cínica del paseante, la reflexión profunda que peca de desánimo al no vislumbrar una salida aparente. Desde esta perspectiva no existen salidas aparentes para Vallejo ni en La Virgen de los Sicarios ni en El Desbarrancadero ni en ninguna de sus novelas porque su filosofía es precisamente la de lo irreparable, lo que no se puede volver atrás.

…vivir en Medellín es ir uno rebotando por esta vida muerto. Yo no inventé esta realidad, es ella la que me está inventando a mí. Y así vamos por sus calles los muertos vivos…fantasmas a la deriva arrastrando nuestras precarias existencias…

El modelo de los autores latinoamericanos del período que transcurre de los sesenta hasta los ochenta aproximadamente, aunque grandiosos, aunque insuperables en muchos sentidos, co-existen con un modelo fuertemente consolidado de Vallejo que hizo un arquetipo de la descentralización barroca, su modelo es un gran antídoto contra la tiranía de muchos proyectos literarios. Su acento está arraigado en el avance, no tanto de las acciones sino en lo que de tirano tiene tanto el lenguaje como aquello que nombra, connota y alberga en su interior, la potencia de lo descentralizado entendido como la facultad de instaurar fragmentos, fracturas, para rechazar todo tipo de totalizaciones para acercarse a cualquier periferia.

IV

Estas periferias, fragmentos, provienen de ese rasgo propio del barroco: la autorreflexividad tan importante nos lleva a pensar en la nueva problematización del sujeto moderno, un lenguaje barroco que cede lugar en la actualidad no tanto a lo fundacional como al discurso indagatorio, interior, e intimista que brinda la primera persona y que tiene en el escritor tal vez su mayor paradigma, y en ese inquirir, va moldeándose como un lumpen, la típica imagen del artista acostumbrado a mirar las ruinas para ver qué tiene de significativo dentro de un espectro temporal que no tiene pretensión de universalismo. Al colombiano no le interesa una visión del argumento en la novela que deje huellas de lo que su parecer tiene de significativo, ni plantea grandes argumentos que desplieguen grandes personajes para la realización de ninguna hazaña: por el contrario hay un Yo existente tanto en sus ensayos, sus biografías y la totalidad de sus novelas, un mapa trazado lleno de ramblas paralelas que funcionan a la par de otros caminos, rutas que conducen al no-encuentro de lo divino en sus ensayos, ríos que arrastran a su paso recuerdos de un país que no fue y llevándose en su corriente la memoria de una familia; Benjamin, al igual que Vallejo, también instituyó su obra desde una primera persona que recorre una especie de cartografía llena de rutas, pasajes interiores y exteriores, es decir, rechazó, desde un principio la mirada del panóptico: o sea la idea de que un ojo bien ubicado puede aprehender la totalidad de la vida; puede mirarla, de hecho lo hace, pero no asir su realidad causal ni comprenderla, Benjamin señala lo que ya está aconteciendo con el progreso y advierte sus probables consecuencias. Ambas escrituras comparten una visión autodestructora de la realidad que tiene en su interior el origen y fin de todas las cosas aunque se asienten más en sus consecuencias: para el alemán la idea de progreso era más una ilusión errónea del mundo presente, en un comienzo aquello que fue creado como mera herramienta para provecho propio en el pasado, ahora no es sino una dependencia del hombre, la crítica a la razón ilustrada, a su uso indiscriminado en pos de un progreso que sabe mentiroso porque va en detrimento del ser humano; el escritor colombiano posa directamente su mirada décadas más tarde en la degeneración de ese progreso, en el desencantamiento de una modernidad que tras atravesar casi un siglo, le genera una visión y una reflexión plagada de barroquismo. Es en este puente donde los dos escritores coexisten en un nivel de tensión unidos precisamente por la mirada glacial que a Benjamin le brinda el paseante y a Vallejo una construcción de la primera persona que utiliza la paradoja como sentido primero; es decir la posibilidad del lenguaje de entrelazar las cosas, tensionar al máximo el gesto articulador del intérprete y el material que constituye su obra. El paseante de Vallejo no persigue lo evidente aunque para él lo sea, no se preocupa por captar con la mirada aquellos que todos perciben, su mirada busca otras cosas, aquellas que por estar precisamente más próximas viven en la más absoluta de las lejanías. Para Vallejo quizá la redención no sea otra cosa que la iluminación de lo más lejano para que lo veamos con los mismos ojos con que observamos lo inmediato.

Observaciones sobre Fernando Vallejo y Walter Benjamin: parte 1

otra de sus pasiones

otra de sus pasiones

“No voy a hablar contra la nación; en mi lugar les traigo a unos antipatriotas…el viejo dandy colombiano de La virgen de los sicarios o de cualquier otra novela de Fernando Vallejo, un pedante sin nombre que se dice gramático, que vuelve al Medellín de su infancia “en busca del tiempo perdido” y se encuentra con que sus adolescentes de ojos verdes son ahora sicarios y se matan entre sí.” (Josefina Ludmer, Aquí América Latina, pág. 157, Buenos Aires 2010)

“Desde que la desacralización más espectacular, la muerte de Dios, fue anunciada por el loco de Nietzche, ese estado negativo puede ser más sagrado que lo sagrado”. La negación sería un plus sagrado cuya fuerza yacería en el modo de revelación que, como el desenmascarar, equivale a un descubrir transgresivo de algo secretamente familiar. (Michael Taussig, citado por Josefina Ludmer, Aquí América Latina, pág. 171)

Hacia principios del siglo XX, Walter Benjamin, intentaba en sus Tesis Sobre la Filosofía de la Historia, inaugurar un proyecto de escritura cuyo principal objetivo lindaba con el hallazgo de una crítica hacia la razón ilustrada, proyecto que, luego de su muerte tras la huída de su país para no caer en manos del régimen nazi, hubiera sido truncado de no haber guardado los papeles en un maletín y ser descubierto tiempo después. Dicha crítica guardaba relación con el abuso que la Ilustración –de quien Benjamin fue hijo dilecto- había realizado de la razón durante años dejando de lado un elemento del que se nutría sin darse cuenta: la teología; y que esta teología tan desgastada fue convirtiéndose con el correr del tiempo en una enana vieja y fea, tal como la describe en la Tesis I. Dicho planteo, por demás profundo y controvertido, pasó inadvertido en su momento para la mayor parte del mundo, Benjamin no era conocido como ahora por ese entonces; pero su escritura le sirvió al filósofo para darse cuenta de que el progreso tal como se venía realizando, es decir, abusando del ejercicio frío de la razón, degeneraría en consecuencias gravísimas para la humanidad.

en pleno ejercicio

en pleno ejercicio

Ese malestar del alemán, acaso fue el primer –o más significativo- planteo de un nuevo síndrome del barroco en medio de la cultura moderna. Un síndrome que, antes que remover una hipótesis universal, echaba raíces en lo plural, en la diversidad de síntomas que encerraban señales que remitían a muchas causas; por entonces, como bien dijera Benito Pelegrín (1983), el barroco advenía un refugio de lo singular frente a la visión totalizadora de la Ilustración que tenía sus principios en el concepto de barroco mismo emanado de las monarquías y de la Contrarreforma. Por lo tanto exigía ahora una inversión de perspectiva, a saber, lo irracional, la disidencia, elementos que devienen subversivos.

Dentro de ese sesgo de pluralidad disidente se inserta décadas después la narrativa de Fernando Vallejo, instalándose dentro de una especie de encrucijada con una escritura que oscila y observa tras las consecuencias del capitalismo avanzado de la era postindustrial prefigurado por Benjamin. El escritor colombiano adopta un derrotero que asimila nuevas formas estéticas, reconociéndolas, pero también atravesándolas con una clara intención transgresora en un proyecto de escritura único. Comienza a publicar en la década del ochenta, y desde ahí se ha convertido en un referente de la palabra latinoamericana; también hijo dilecto de su tiempo, ha transformado su obra en una impronta disidente, revolucionaria, Vallejo arremete con todo y todos, y al igual que Benjamin, no tuvo ni tiene conciencia de una verdad absoluta, solo posee a ciencia cierta un puñado de certezas de las que derivan las otras y con la que construye sus novelas que adoptan más una dialéctica de la negación que una filosofía de lo verdadero. Allí es donde Vallejo se ha ido convirtiendo en un escritor de alto reconocimiento; su obra, traducida en todo el mundo, es un compendio de frases que atentan contra las verdades absolutas más que promulgarlas, su deriva es la de un destructor más que la de un arquitecto, donde, en esa misma destrucción, no busca ninguna explicación ni refugio dentro de la literatura ni en ninguna filosofía, sino que actúa como un receptáculo del pesimismo, la contradicción, la ironía, elementos que asimila y transforma en su proceder de escritor en una auténtica metáfora de la negación.

Hay, en Vallejo, una suerte de bifurcación, un derrotero que se divide allí donde parece que fueran a unirse; por un lado, el recorrido del lenguaje, la experiencia de nombrar, una experiencia connotativa que une el nombre con las cosas bajo el choque de la negación; y por otro lado, un camino que no conduce a sitio alguno, o más bien, al camino de la desesperanza o la negatividad. Este es un terreno que no se debe perder de vista, la dimensión realista del fracaso que prospera en la novela latinoamericana de los 80s y 90s. El protagonista de todas las novelas del escritor colombiano es el que dice todo el tiempo Yo, y a su vez asume todas las características del sujeto benjaminiano: el lumpen, el típico sujeto moderno que camina sobre lo destruido, sobre la experiencia luminosa del pasado, territorio que eligen los dos escritores y espacio que alberga en su interior símbolos que significan mucho más de lo que aparentan; y, ante todo, un lugar en el que ese Yo en tanto sujeto moderno que señala la dimensión del mal, es un proyecto a construirse.