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– Lo mejor es separarte de lo que amas –
La frase forma parte del diálogo que sostiene el personaje y escritor John Coetzee con su prima. Coetzee comparte con Margot la idea de que todo amor pueder ser excesivo, (tema que por otra parte fue tratado perfectamente por Michael Cunningham en su espléndida novela Cuando cae la noche, aunque desde el sesgo de la homosexualidad). Esta concepción, dueña de un gran tinte filosófico, se construye desde la perspectiva de un autor que cree en el desarraigo como hacedor del sujeto. Coetzee es oriundo de Ciudad del Cabo, y su exilio tiene que ver con la posibilidad de desprenderse de lo que más ama pero también de aquello por lo que más sufre, precisamente es este padecimiento, esta dicotomía, lo que funciona como motor de su escritura en Verano, la última novela del autor.
Ricoeur decía que el hombre es, ante todo, un sujeto que padece, y desde esa experiencia trágica, desde esa temporalidad se forma. Si para el francés lo voluntario y lo involuntario se contraponen durante toda la vida pero pueden lograr puntos en común cuando el hombre consiente el objeto intencional de su afectividad, en el caso del escritor sudafricano, ese objeto posee la intención precisa -aunque ambigua- de destruir el lazo territorial. Esta destrucción que a simple vista podría parecer un argumento en contra del escritor como suele interpretarse a menudo, por el contrario, funciona como un mecanismo de vínculo y rechazo a la vez. Vínculo porque mantiene las conexiones desde un lenguaje en el presente, pero con el bagaje del pasado de su país, y la especulación en el futuro: la temporalidad del triple presente ricoeuriana matiza aquí el sesgo que recorre la construcción del personaje.
Dicha construcción se torna ambigua porque también desea la destrucción de sí mismo. En efecto, la vida del escritor se describe en la novela a través del reportaje que un biógrafo realiza a cuatro mujeres que compartieron años en distintas etapas de la vida de John Coetzee, un escritor fallecido que marcó uno o al menos varios puntos cruciales en sus vidas. La vieja retórica de contruir una biografía se torna otra retórica al intentar en el caso del autor Coetzee, construir una imagen de sí mismo a los ojos del sexo opuesto. Sin embargo nadie recuerda a Coetzee como un gran hombre, menos aún como un hombre. En ningún punto de la novela algún personaje duda de su sexualidad, pero sí se coincide en que es un hombre al que le falta “cierto fuego”, como lo describe Adriana, la brasilera que además lo tilda de un “hombre incorpóreo”, alguien divorciado de su propio cuerpo, alguien que no se deja ver a través del movimiento corporal. Su prima Margot a su vez tampoco lo recuerda como el hombre que más le haya infundido un sentimiento de virilidad. Pero es Julia, apenas comenzada la novela, la que siente que al acostarse con Coetzee no siente ningún momento de pasión o exitación verdadera. No, Coetzee es hombre sumido en sus propias elucubraciones. Y su cuerpo, una entidad separada de toda virilidad, una imagen, un símbolo que clarifica antes que algo concreto una abstracción, la danza es encarnación, dice Adriana, y a continuación esgrime una argumentación acerca de las posibilidades de un hombre sin la corporeidad idónea para una mujer, el cuerpo habla porque el cuerpo dirige, no la cabeza, no el alma, aquí lo corpóreo invierte la concepción de que el alma conduce sino todo lo contrario, un lenguaje corporal como rasgo fundante de lo identitario.
En los personajes que construyen la personalidad del escritor hay un denominador común: ninguno entiende cómo llegó a ser un gran escritor. Aquí la condición de autor que describe de sí mismo es la de una concepción introspectiva que tiene su arraigo en la abstracción de la figura enigmática del escritor. Coetzee mismo desea convertirse en enigma de escritor paradigmático del siglo XX. Así como en Costas Extrañas dedica un ensayo a la forma en que Thomas Eliot programa su instalación en la literatura de principios del siglo XX, hay una forma de lectura aplicada del mismo ensayo (o del mismo Eliot) en la novela, esto es: la del escritor oculto en su propio dilema de perdedor, imposible de asir, tan común por otra parte en las últimas décadas. Esta operación subvierte la forma clásica, aquí el lenguaje busca destruir la concepción del sujeto.
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Existe también una especie de bifurcación en la que, como diría Sergio Chejfec en cierta entrevista, mirar desde el exterior hacia el pasado es estrechar un vínculo, tal vez en Coetzee precisamente acaso sea esa su contrariedad. Mirar hacia atrás desde un presente en el que escribe es enfrentarse a la experiencia de la lejanía que supuso mirar su continente desde lugares como Inglaterra y la misma New York donde ejerció la docencia y la investigación. Tal vez de eso se trate cierta lectura de esta novela: lograr acercar lo más posible desde la escritura una experiencia pasada de exilio en la que los afectos se vuelven tanto en contra como a favor.
En contra: porque esta novela la escribió en un presente en Sudáfrica en plena madurez del autor, en un lugar en el que la memoria se torna solamente un lugar de recuerdo, con la consiguiente mutabilidad que acarrea la reconstrucción de los hechos. Y digo hechos porque efectivamente Coetzee intenta narrar hechos muy puntuales de sus años en Ciudad del Cabo a manera de una autobiografía, si tal cosa existiera. Pensemos que Verano es, junto a Infancia y Juventud, parte de su corpus de tinte autobiográfico, o por lo menos, de lo que el autor entiende por novelas que le sirven para precisar un punto de autorreferencia: independientemente de que dicho punto corresponda a una estética o al recuerdo o a la conjugación de ambas cosas.
A favor: porque aquella destrucción del lazo territorial que mencionábamos más arriba es la que le permite vislumbrar con mayor claridad cuál es el verdadero pathos del hombre africano, y dentro de éste, cuál es el verdadero lente que incorpora a su vida la forma de clarificar el Apartheid que sufrió y vivió durante tantos años el autor. A través de qué mirada puede un escritor lograr una panorámica que le permite identificar y desanudar el padecimiento que provocó en él aquellas experiencias durante los años en que el apartheid se impuso a su país. Obtener esta visión tal vez sea lograr que el recuerdo, el padecimiento, obtenga ya no una solución ni siquiera una tranquilidad, sino una discontinuidad, una ruptura que en la que, como dijera Benjamin en sus tesis sobre la historia, el hombre vislumbre cierto instante de peligro. Esto es, un momento en el presente en el que relampaguea la posiblidad de asir mediante la escritura.
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El mismo Benjamin dijo alguna vez que la primera experiencia que el niño tiene de los adultos no es que son más fuertes, sino “su incapacidad de hacer magia”. La cita la refiere Giorgio Agamben en su libro Profanaciones y creo que le cabe a Coetzee en condición de esa bifurcación de la que hablábamos. Aquí cabría hablar de la antinomia del objeto estético de la novela, y el pathos del padecimiento ante la imposibilidad de reconstruir el recuerdo. Por un lado, la incapacidad de Coetzee de ser un hombre con todas las letras, o al menos de intentar que lo vean como tal; por otro, la incapacidad también de destruir los lazos con una tierra que impone su propia destrucción, todos los personajes del libro han sufrido la experiencia de segregación de alguna forma.
Creo que, por otra parte, la novela también sigue funcionando como forma artística, entre la intención primaria de fusionar la ficción con el depósito de lo imaginario. Aunque ese imaginario, por momentos resulte vació de contenido simbólico. Dejando de lado la inclinación del autor hacia lo que se denomina metaficción, ya transparente en libros como Foe, Diario de un mal año, en el fondo lo que existe sigue siendo la autonomía estética de la novela como único objeto intencional, antes que la chispa de la historia y de la lejanía como último recurso de pasear la mirada por los escombros a la manera de un flaneur, tal vez su magia suscriba a esa intención.