El interior de la soledad

Como bien anuncia el prólogo, «en ningún sitio, amada mía, habrá mundo, sino en el interior», las palabras de Rilke, tal vez sean el mejor comienzo para la no-poesía de alguien que a su vez se anunciaba como un no-poeta.

Independientemente de que a Handke le quepa el dudoso título de poeta como él mismo solía declarar en sus comienzos (algo que hoy se encuentra por demás bastardeado, generalmente por los mismos poetas), ha sabido encontrar en la escritura del verso una forma muy personal e intensa a la vez.

Existe en su escritura poética una forma Handke en la que el autor conjuga la sensibilidad del viajero observador con lo que podría denominarse un límite poético fuera de todo contexto lírico. Ciertamente Handke supo situarse fuera de las corrientes poéticas de moda. Cualquier lector que aborde su obra poética descubrirá con asombro que aquellas palabras con las que Chesterton se refirió las obras de Dickens, a saber «sólo en Casa Desolada uno se da cuenta de que Dickens alguna vez leyó algo» (cito como lo recuerdo), resultan aquí imprescindibles, ya que es dificultuoso rastraear algún agón que delimite, referencie, mucho menos gravite en su interior poético.

En algún momento se lo consideró como a una especie de escritor maldito por sus polémicas declaraciones contra el juicio que La Haya inicia a Milosevic, «a quien habría que juzgar es a la OTAN por sus continuos bombardeos», dedicando al asunto un ensayo de más de noventa páginas.

Hay una cierta herencia, que vuelvo a reiterar no se advierte en su obra poética pero se deduce de su fondo cultural, de los poetas del grupo de Viena, Gerard Ruhun, H. C. Artmann, Friederike Mayrocker, Ernst Jandl, y hasta la misma Valie Export (de quien Handke admiraba sus poemas filmados como una nueva forma estética fuera de lo común).

Handke abandona luego de su primer poemario el interés en la materia visual y sonora del lenguaje para abrirse paso a la narración, y así, el último libro de poemas, narra experiencias líricas desprovistas de la sonoridad y la eficacia de la imagen de sus primeros libros para dar paso a una sustancialidad de los hechos acaecidos como cosas inconexas puestas al servicio de lo incomprensible.

La soledad de Peter Handke no es otra que una vida sin poesía del afuera, y esta vida es la de un escritor, un caminante que pasea por una Europa en busca de una experiencia que redima un goce estético en tanto experiencia trascendente al poeta. Efectivamente, creo que Handke tiene una de esas sensibilidades extremas, aquella que marca la diferencia entre los que escriben novelas, poesía, o cualquier otro género, y los que tienen obra, en tanto materia y forma contenida a lo largo de su producción de manera homogénea y cíclica a la vez. Handke, desde sus primeros poemas hasta los últimos, posee una singularidad cuya nota principal es la de retratar una angustia revelada en su poesía bajo el efecto amnésico de una soledad extrema. El hombre handkiano es un sujeto que recupera su pasado mediante el lenguaje siempre y cuando se lo utilice como herramienta al servicio de una autonomía estética, esa distancia se encuentra entre el nacimiento del ser y un absoluto espacial que nos habla de un acontecimiento definido, en el sentido que Wittgentein le confirió al término en su Tractatus:

el espacio más maravilloso

la distancia más maravillosa,

el intervalo más maravilloso

es el que está entre el Ángel de la Anunciación

y la virgen destinada a dar a luz un hijo:

la distancia entre el lirio del campo

y el lirio del sexto día.

Esta es una característica particular de ese goce estético a que hacía alusión, el tratamiento del espacio como un lugar sagrado que es necesario recomponer. Esa enmienda el lector la encontrará en el uso que hace de profundas elipsis en las que el poeta, ya como figura emblemática, no es una concepción universal homogénea sino más bien un sujeto escindido de su mismo estatuto y totalmente dependiente de su poiesis:

el poeta lírico está cómodamente sentado en su casa

el poeta épico recorre las colinas

el épico épico irá a parar los barcos.

Los poemas del segundo Handke (por utilizar una nomenclatura que no suele gustarme) se corresponden al del segundo verso, como su obra narrativa que va desde Carta Breve para un Largo Adiós hasta La Tarde de un Escritor, por citar solo algunas. El hombre que recorre esas colinas de una Europa en construcción aún después de terminada la guerra, es el sujeto que continua teniendo una experiencia del espacio, el mismo que duda acerca de que si dicha construcción faltante es la de una nación, un continente o simplemente la del hombre. Posiblemente siga siendo una experiencia del espacio, donde ese padecimiento estético quizá sea su único aliado en su recorrido:

los colores:

estoy aquí.

estoy en el río.

en el río estoy.

camino sobre el campo de nieve.

sobre el campo de nieve voy.

El mundo de Handke, su peso como el texto rodante cuya gravidez se observa en grandes autores como Sergio Chejfec, Claudio Magris, el mismo W. G. Sebald, se sostiene tal vez en aquellas palabras de Rilke, entre la soledad de un interior poético y el itinerario de un exterior mundano sin poesía.

Anuncio publicitario

La distopía como única realidad

Jonathan Lethem. Chronic City. (Literatura Mondadori 2011)

1-

Hablar de Jonathan Lethem es hablar de la gran literatura norteamericana de los años noventa, contemporáneo de Rick Moody, Donald Antrim, Chuck Palahniuk, Dave Eggers, el gran Foster Wallace, George Saunders, Eugenides, Zadie Smith, en fin, la lista de autores es larga y lo suficientemente ecléctica para esbozar siquiera una relación de temporalidad generacional.

De todos, sin embargo, debo admitir que posiblemente Lethem es, junto a David Foster Wallace, el autor que más me gusta, y el que más disfruté. Su capacidad narrativa es impresionante, y el estilo de su prosa inabarcable; Lethem se mueve en registros muy disímiles y todos le quedan cómodos. Me parece que podría guardar cierta relación con Saunders, el autor de aquél magistral libro de relatos titulado,  Civilwarland in bad decline, pero dicha relación es solo causal, ambos tienen su mayor influencia en el maestro de todos ellos, Philip Dick, en el sentido clásico de encontrar el terreno de la ciencia ficción para ubicar la fantasmagoría de sus novelas. Hay un agón en Lethem por demás visible, -y probablemente la misma visibilidad se observa en la mayor parte de los autores de la lista mencionada más arriba-, el de Thomas Pynchon. Creo que la mayoría de los autores norteamericanos de los setenta para acá han sufrido la angustia del creador de Viñas de la Ira en uno u otro momento. Don Delillo tal vez fue el primero en Ruido de Fondo y después con la seminal Submundo, luego vinieron los hermanos pynchonitas (la palabra es de Fresán) menores: Saunders, el primer Franzen de Ciudad Veintisiete, Antrim en El Verificador y ni hablar de David Foster Wallace sobre todo en La Broma Infinita. Pero Lethem no es tan pirotécnico como el autor de Mason and Dixon o El arco iris de la gravedad, afortunadamente para nosotros su genio excede al de su figura paterna, su proceso de ficción es el mismo que los que conforman gran parte de sus contemporáneos: la nostalgia como figura retórica, lo nostalgioso como centro fecundo donde la exigencia que adquiere el sujeto en dar el paso de la jovialidad a la adultez se transforma en un proceso de angustia. Entonces esa angustia es un vacío, una ausencia en la que el derrotero de escritura intenta llenar y recobrar una pérdida, inútilmente claro está. De ahí que el resultado de ese proceso vacuo sea la ficción llevada al terreno de la exageración, en este impulso por llevar más allá cierto realismo dentro de sus novelas es donde se oyen los ecos de Dick o Pynchon: donde la más acertada realidad posible no llega creamos más ficción: el anillo que hace desaparecer al personaje para entrar a la cárcel y rescatar a su amigo de adolescencia en La Fortaleza de la Soledad, el tigre mecánico que azota a Manhatan en Chronic city, y también en ésta la inmensa bruma que cubre la ciudad.

2-

Pero hablar de géneros en Jonathan Lethem, también afortunadamente para nosotros, es circunscribir su literatura, delimitarla, y hasta introducirla en un callejón sin salida.

El elemento fantástico en Chronic City funciona de la misma manera que en las anteriores novelas y como en la mayor parte de la narrativa entroncada con el género en las últimas décadas, esto es: desliza lo  argumental hacia lo connotativo, lo reconfigura, lo recicla, y lo devuelve una y otra vez nuevo. Pero esto funciona así sólo si hay argumento, y por desgracia para los buscadores de este tipo de lectura, NO lo hay. Como tampoco la hay en Freedom de Franzen, la vieja categría barthesiana de escritor decimonónico y del siglo veinte oscila aquí en forma pendular sin punto que lo retenga.

Lo de Chronic City es otra cosa, es decir, se cuenta, hay una historia no convencional, pero la clave de dicha historia entendida como mímesis se encuentra en el término Chronic precisamente.

En efecto, lo «crónico» es una especie de dolencia que ampara a los personajes, los modula a su forma y en su tiempo. Chase, un actor venido a menos que gozó de cierta gloria en su tiempo, ahora sólo es conocido por su relación de amor con Janice, una astronauta atrapada en una estación espacial que le envía cartas de amor revelándole detalles mínimos de la estadía en la cápsula junto a los otros tripulantes. Pero esta relación comienza a mostrar sus grietas cuando conoce a Perkus, un ermitaño adorado por su arte callejero de vanguardia. Entonces Chase necesita de Perkus y Perkus necesita de Chase, hay una relación enfermiza porque uno piensa que va a salvar al otro de la enfermedad de cada uno. La dolencia crónica de Chase es la falta de amor por Janice, inventada prácticamente por los medios periodísticos que se encargan de cubrir la situación día a día. Para Chase, totalmente fuera de dicha ubicuidad, existe ahora la posibilidad de redimir la experiencia pasada de Janice en Perkus. Por otro lado Perkus está obsesionado con la compra de calderos por internet, piensa que funcionan como una especie de tótem mesiánico. Chase y Perkus se obsesionan y aceleran la realidad, la de salvar al otro negando toda posibilidad de sí mismo, y esa misma negación constituye el vacío en el presente, su principio y su apocalipsis de todos los hechos.

3-

Hay, en la novela, una relación distópica entre los personajes y el fondo que los rodea, y de esto precisamente trata su lectura. Digo fondo y no contexto para referirme al fondo cultural en un sesgo netamente hermenéutico. El fondo cultural tanto de Chase como de Perkus, los dos personajes que guían mayormente la novela, habitan una realidad que no desean, esto resulta una paradoja a la vez que un anacronismo. La experiencia paradojal es la distopía en la que ambos personajes intentan llevar una realidad ficticia en la que todo se lleva a fines apocalípticos, pero en un tiempo que resulta más allá o más acá de lo acaecido. Donde el amor, la necesidad de la mujer o el hombre en el sentido puro de Unión de dos sexos con determinados fines no llegan, (Chase en la tierra y Janice orbitando imposibilitada de bajar), donde el pasado como artista callejero de vanguardia de Perkus adviene un presente vacío e incontenible (la nostalgia), se crea para ambos  la obsesión mesiánica de comprar ciertos calderos por internet que prometen la ilusión de salvación. Una ilusión ficticia, puesto que lo distópico es precisamente las obsesiones de los dos por la búsqueda de un final, y ese final no es otra cosa que el deseo inconsciente de poner fin a toda angustia. Toda la búsqueda de Jonathan Lethem es un proceso de escritura apocalíptica. La misma amante de Chase, Oona Laszlo, escritora por encargo, lleva a Chase a ver una obra de un artista que no es otra cosa que un pozo sin fin en un barrio marginal de New York, un pozo donde mucha gente se suicida. Si, como apunta Bourriaud, la pregunta de hoy nos somete siempre a un solo interrogante: ¿De dónde proviene la noción de interactuar que atraviesa nuestra época? en este fondo artístico de la novela lo relacional tendría asidero en lo ilusorio, en el deseo de poner fin, al arte, a la noción de historia como argumento (algo que Lethem maneja de forma soberbia), y hasta a lo presente en el sentido estricto de continuidad como forma en la que el sujeto se conoce a sí mismo como otro, como diría Ricoeur, en su perfomance más animálica al implicar el sufrimiento de sí.

4-

En la novela no se redime nada, la categoría de adultez de los personajes resiste una temporalidad en la que toda afectividad es negativa. Como así también todo intento de salir adelante es una permanente Distentio, un presente discontinuo en el que prácticamente no existe en ningún personaje una instrucción, una operación de cognitividad que les permita retornar a sus fondos naturales. Obedecer a causas fantasmagóricas en reposo acaso sea su mayor ambiguedad, proseguir en un presente eternamente especulativo probablemente sea la mejor prueba de que el sentido de lo argumental (incluido la noción de argumento de los noventa) en las novelas de Lethem funciona como una metáfora inabarcable.